Si ha habido un poemario en las últimas décadas cuajado, alto, hermoso, inagotable, acaso sea «Las razones del agua», de Francisco Javier Guerreo (Córdoba, 1976). Su autor ahora acaba de recibir el Premio Tiflos de
Si ha habido un poemario en las últimas décadas cuajado, alto, hermoso, inagotable, acaso sea «Las razones del agua», de Francisco Javier Guerreo (Córdoba, 1976). Su autor ahora acaba de recibir el Premio Tiflos de Literatura con un diván que ahonda en la enfermedad terminal, su dignidad y el resquebrajamiento, a propósito de la lucidez, el miedo, la fragilidad, «Sanatorio» (Renacimiento). En el entretanto, hubo relatos («La vida anticipada») y más poemas, como «Los principios activos» (Premio Badajoz).
¿Qué nos enseñan «los que sufren»?
Los que sufren nos recuerdan que no somos dioses, sino seres vulnerables. Y, en este sentido, nos pueden enseñar algo fundamental de lo que significa ser humano.
¿Qué distingue el sustantivo «sanatorio» de otros similares como psiquiátrico, manicomio, hospital…?
Creo que es una palabra más llamativa. Un término con menos peso institucional y con más carga simbólica. Con una sonoridad muy sugerente. También por el contraste que hay entre su etimología, que se refiere a la búsqueda de la salud y la recuperación del enfermo, y lo que invoca como lugar de sufrimiento.
¿De qué manera un sanatorio es «un espacio místico»?
El sanatorio puede entenderse como un lugar de tránsito. Algo parecido a un templo antiguo donde se nos propone una prueba profunda, o de purgatorio terrenal para depurar el cuerpo y, con él, el alma.
Entrar en el sanatorio significa, además, salir del mundo ordinario. Eso lo acerca a la idea de monasterio o ermitorio.
Donde el cuerpo se retrae, con frecuencia, el espíritu se expande.
¿El dolor puede convertirnos en «bestias»?
El dolor es la bestia. Y la bestia nos puede fagocitar y convertirnos en ella, ya sin nuestras estructuras más íntimas de pensamiento, lenguaje o identidad. Pero si logramos mantener a esa bestia a distancia y hablar con ella, también puede enseñarnos un camino de profundidad y redención. Una posibilidad trágica que depende, en gran medida, de la compasión y de si estamos acompañados.
Entre la compasión y el analgésico, ¿cuál se hace más necesario?
La compasión es, probablemente, el concepto más importante del libro, porque es un término mal interpretado. Suele entenderse como sentir lástima y, sin embargo, es una de las formas más profundas de sabiduría encarnada. No es un sentimiento de superioridad hacia el otro, sino una coexperiencia del dolor. Y en Sanatorio se plantea como una responsabilidad ontológica: no se puede ser uno plenamente sin responder al sufrimiento del otro.
Así que, la compasión, claro, se hace más necesaria.
Pienso en el poema ‘Metástasis’. ¿Puede haber poesía en el diagnóstico?
Creo que todo lo que existe tiene una dimensión poética. Incluso las cuestiones técnicas, frías y aparentemente objetivas. En su núcleo, un diagnóstico es una revelación, una nominación del destino. Y eso ya suena más poético. El diagnóstico le pone palabras a lo que antes solo era angustia. De alguna forma, nombra lo innombrado. Lo convoca. Que es un acto esencialmente poético: traer al lenguaje lo que aún no tenía.
En un diagnóstico devastador no hay lirismo, pero sí fuerza estética. El abismo que se abre es también el comienzo de otra forma de mirar.
El diagnóstico no solo informa. Igual que el poema, también transforma.
¿Qué se requiere para encarar un diagnóstico como en el que atraviesa Sanatorio, para que la consciencia, «esa cruel charlatana del juicio barbitúrico», nos sirva de ayuda?
La conciencia solo puede ayudar si estamos dispuestos a mirar el diagnóstico sin evasión ni negación total. Esto no significa resignarse pasivamente, sino tener el coraje de ver lo que es, sin adornos ni autoengaños. Como un primer paso hacia la lucidez. Utilizar la conciencia como acto de escucha y no como jueza. Dejar que el dolor hable sin censura. Solo de esta manera se puede reconocer el terreno desde el que hay que luchar, seguir viviendo y transformarse. Y abrirse al vínculo, al acompañamiento.
«El cuerpo es un poema/ sobre el que se consuman sacrificios». ¿Ante el altar de qué Dios se realizan esos sacrificios?
El cuerpo, en ese verso, es un lugar sagrado. Y en el contexto general que propone Sanatorio, los tratamientos, cirugías y ensayos, pueden verse como rituales de fe. Estaríamos delante del Dios de la Ciencia.
Pero a veces, el cuerpo también se sacrifica por amor: el parto, el cuidado de otros, el deseo que se da sin medida. Aquí el altar no es externo, sino íntimo. El sacrificio no destruye: transfigura. El cuerpo se convierte en poema por la entrega. Y estaríamos delante del Dios del Amor.
¿En qué momento «las rutinas se vuelven un peligro»?
Es un verso del poema ‘Tentativa’. En un tratamiento prolongado, las rutinas de medicación, horarios o citas médicas pueden vaciarse de propósito. Pero, el poema se pregunta qué significaría abandonar esos hábitos y volver a nuestras rutinas cotidianas sin los tratamientos. En ese punto los ascensores no terminan de subir, / se quedan atascados en un rincón del aire.
Es un poema complejo, porque se pregunta si acaso la única alternativa del letargo de la conciencia como consecuencia de una medicación es su parálisis.
¿Qué nos descubre de nosotros mismo el dolor?
El dolor es una llave cruel pero reveladora. Nos recuerda que no somos invencibles, que habitar un cuerpo es habitar una herida abierta al mundo. Nos saca del mito de control y autonomía en el que solemos vivir. Porque somos frágiles. Dependientes. Temporales. Somos límite con forma de piel.
El dolor nos muestra, además, el verdadero rostro de lo que deseamos. En el dolor, los deseos se purifican.
El «léxico de pérdidas», ¿nos abate o nos apuntala en la voluntad de continuar?
Desde luego, ese léxico de pérdidas no se refiere a una lista de ausencias. Es el lenguaje que nos reconfigura. Pero no de forma unívoca. Abate cuando nombra lo irrecuperable y apuntala cuando obliga a redibujar la vida.
Que el miedo sea imposible de calcular, ¿es necesario, trágico, desolador?
El miedo revela algo esencial de nuestra condición humana: que habitamos un mundo que no controlamos del todo, ni fuera ni dentro de nosotros mismos.
Es necesario porque nos mantiene, de alguna forma, vivos, como una respuesta primaria inscrita en nosotros para protegernos del peligro. Su imposibilidad de cálculo es parte de su función adaptativa. Nos anticipa, nos alerta, nos prepara. Nos humaniza y nos hace más empáticos porque entendemos el miedo del otro en el nuestro.
Es trágico porque nos advierte de que no somos soberanos. Y, a veces, esa tragedia nos rebasa. Nuestra incapacidad de medirlo también puede desconfigurarnos e impedir que actuemos conforme a lo que somos.
Y, por supuesto, es desolador cuando nos aísla o nos impide habitar el presente.
¿De qué modo se convive con él, con el miedo?
Entendiendo, para empezar, que su presencia es inevitable. Y nombrándolo, como primer gesto de poder. Para después, escucharlo. Porque siempre tiene algo que decirnos. Nos protege, nos advierte, nos recuerda límites.
Le tenemos que dejar un lugar en nuestra casa, pero sin permitir que nos encierre en ella.
¿De qué depende que uno prefiera escuchar la verdad o la mentira piadosa de los otros cuando está enfermo?
La preferencia por la verdad o la mentira piadosa cuando se está enfermo no obedece a una única lógica, sino a una red compleja de factores emocionales, existenciales y relacionales. No se trata simplemente de fortaleza o debilidad, sino de necesidad interior, dignidad, capacidad de sostener lo que se escucha, y confianza en quien lo dice.
La tensión entre el deseo de verdad o de consuelo está presente en todo el libro. Y se decanta hacia un extremo u otro según lo que esté explorando el poema: la relación con la pérdida, de la confianza de quien habla, de experimentar la verdad como libertad o condena o incluso del momento del proceso de la enfermedad.
¿Cuándo los normales dejan de serlo?
Según dice el poema, cuando aceptan los enigmas, las masacres, / las víboras y las resurrecciones, / desplegando burbujas y agujeros / en silenciosa desesperación.
Por: Esther Peñas
Fuente: CERMI